martes, 13 de diciembre de 2011

Las Espuelas de Oro de Cervantes


Cuentan que…  Don Miguel de Cervantes Saavedra se hizo unas espuelas de oro para celebrar su nombramiento como comisario de provisiones de la Armada Invencible. Tras su fallecimiento en Madrid sus restos mortales fueron sepultados con ellas en una capilla noble del Convento de las Trinitarias de Madrid.
Algún tiempo después, durante la celebración de un festejo taurino en la Plaza de las Ventas, el público allí congregado contempló asombrado a un joven caballero de la nobleza madrileña que dispuesto a la lidia de un toro a caballo como era costumbre en la época, lucía unas extraordinarias espuelas de un dorado intenso.
Nada más salir al ruedo, el astado embistió con fiereza a montura y jinete derribando a ambos. Al joven caballero sólo le quedó aliento para balbucear “… las espuelas…”. Al poco tiempo, se averiguó que unos días después de la muerte de Cervantes, el caballero encargó a un rufián profanar la tumba del literato para hacerse con sus codiciadas espuelas. Desde ese momento nadie en el entorno dudó de que el trágico final del caballero fuera provocado de alguna manera por el espíritu, agraviado de Miguel de Cervantes.
Tras la confusión del incidente taurino, nadie supo a ciencia cierta donde fueron a parar las extraordinarias espuelas.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Darkness

The darkness inside myself,

is lonely and left.

The hate to you,

is the hate more to me.

The love that I feel,

displace from day to day.

 

The darkness inside myself,

is the hate to you.

The love that I feel,

hurts deep inside.

 

The darkness inside myself,

shows me how weak I am.

The power to you,

is for me the weakness to myself. 

sábado, 29 de octubre de 2011

El presagio de Qal' at Ayyub


Año 1120 del Señor.
Los ejércitos del rey Alfonso luchan a muerte contra los almorávides por las tierras de Aragón. Tras la toma de Zaragoza y Lleida parece ir consolidando el proyecto de cruzada que el pontífice le había encomendado. Ahora se dirige por el Sur y el Este del Ebro reconquistando todas las tierras a su paso, con el objetivo de retomar la salida al mar a través de Tortosa y Valencia.
Era una fría tarde de otoño; nubes bajas y pesadas cubrían el firmamento, los Templarios del Senescal Juan de Aoiz, vencedores de aquella batalla deambulaban por la planicie murallas externas de Qal’ al Ayyub. La tierra enfangada, llena de cadáveres sobre los que repicaba la lluvia, la mayoría eran almorávides vencidos en la toma de la fortificación.
Sobre la loma, en el castillo esperaba un ejército -mil soldados entre infantes y caballeros-  al mando de un tenente. Junto a él permanecía el conde Guillermo de Aquitania. El conde se había congregado en marzo de 1118 en la villa de Ayerbe junto a un gran número de caballeros gascones para sumarse a la cruzada del rey Alfonso. Acostumbrado a una vida fácil, le incomodaba hallarse así, sometido aquella lluvia cuya humedad le calaba hasta el tuétano de los huesos.
-El rey a ordenado que haga entrega al senescal el oro que hayamos en las arcas del castillo –dijo el tenente.
-¿De todo el oro? –preguntó el conde.
- Si, el rey Alfonso quiere recompensar los servicios del senescal y sus templarios con el oro de las arcas de Qal’ at Ayyub.
-Estamos en tiempos de guerra, y el oro dobla su valor –dijo el conde dirigiendo una mirada desdeñosa al tenente.
-Me parece impropio de un rey repartir tales riquezas a los templarios. Miradlos: sucios, desarrapados, sanguinarios… son aún peores que los almorávides. Adoran dioses paganos; dicen que ofrendan sacrificios al Maligno.
-¡Vos sois un insensato! –dijo el joven tenente.
-El rey prometió a los templarios esa recompensa, al fin y al cabo ellos han hecho el trabajo sucio. Nuestros soldados están frescos.
-Recordad tenente, que no tenemos escrito alguno de esas ordenes del rey. Esa orden fue una decisión apresurada del rey.
El tenente se sobresaltó. Inquieto e inmóvil miraba al conde.
-Sabéis que si no cumplimos la orden, el rey nos mandará arrestar. ¿Acaso sugerís que no cumplamos con la orden? –pregunto el tenente.
Entre el diálogo del tenente y el conde, el senescal Juan de Aoiz junto con sus templarios -apenas unos cincuenta hombres quedaban ya- habían subido la loma y se acercaban al castillo
-Mi buen tenente, mirad en frente. Apenas quedan medio centenar de templarios, cansados, hambrientos y heridos. Nosotros somos mil, podemos aplastarlos ahora, con facilidad.
-Tal vez señor le he entiendo mal. ¿Sugerís que los asesinemos?
¡Por los clavos de Cristo, son nuestros aliados!
-¡Son mercenarios!- exclamó el conde
-¡El rey no lo aprobaría! Por eso de seguro que nos mandará ejecutar.
-El rey nunca lo sabrá.
-Me niego conde –afirmó el tenente. Esos hombres han luchado por el estandarte de la cruz, luchan por nuestra cruzada.
-No os equivoqueis tenente, los templarios luchan por riquezas, por el oro de esas arcas. –dijo el conde señalando el oro.
Tal vez el rey Alfonso, cuando regrese de Valencia llegué a conocer los pequeños desfalcos que vos habéis realizado en Alberite de San Juan…
¡Como osais decir semejante cosa! ¡Mentís conde!
-Tenente usted y yo sabemos que es cierto.
El tenente palideció.
¡No seríais capaz de contárselo!
-¿Seguro que no? –el conde sonrió maliciosamente.
Ordenar a los arqueros que disparen cuando los templarios estén a distancia, sobre la hondonada y mandad después a la Infantería a terminar el trabajo.
El espíritu un sentimiento insoportable de tristeza, sin embargo se veía obligado a dar las órdenes, ante la amenaza velada del conde.
-Que Dios Nos perdone –dijo el tenente con voz pesada y vacilante.
Girando su caballo, el tenente dio las órdenes al mayor.

Apenas llegaron a una hondonada, los templarios los arqueros desde las almenaras del castillo dispararon sus arcos hasta vaciar sus aljabas.  El cielo se inundó de flechas. Los templarios se agruparon, mientras las flechas silbaban bajo la lluvia.
¡Nos habéis traicionado¡ gritaba el senescal de los templarios
¡Os mataré!
Gritaba el senescal mientras se resguardecia bajo su escudo de la lluvia de saetas.
Una flecha le atravesó un muslo y otra el hombro, mas aquel con un giro corrió hacia el conde. Dos caballeros le cerraron el paso, mas el senescal, enloquecido, cargó contra ellos. Un caballero le golpeó con el mandoble rompiéndole una clavícula cayendo al suelo. Entonces levantándose saltó sobre el caballero, arrancándole una oreja de un mordisco lo derribó del caballo, en aquel momento recibió varios flechazos en la espalda.
¡Juro que volveré de las tinieblas a mataros conde! –gritó el senescal
Impacto una nueva flecha en el cuerpo del senescal que atravesando la garganta le desgarró la carótida y desplomándose cayó muerto.
La lluvia arreciaba mezclando la sangre con el fango. En la hondonada no quedaban nada más que cadáveres y flechas.
Se levantó viento de poniente y con él  sombrías nubes cerraron por completo el firmamento sobre Qal’ at Ayyub.
La lluvia era una cortina densa que tornaba a los hombres sombras espectrales.
El conde y el tenente entraron a refugio en el castillo y se dispusieron a descansar. Apenas habían pasado veinte minutos el mayor entró en la estancia donde se encontraba el conde y el tenente, trayendo nuevas.
-Señor, el vigía de la puerta de Soria ha visto hombres a caballo a menos de una legua, dirigiéndose hacia aquí.
-¿Son almorávides? –pregunto el tenente
-La lluvia impide distinguir sus estandartes. Pero no creo que sean infieles.
-Señor, sería mejor que vos mismo los viera.
Levantándose el tenente  y el conde siguieron al mayor hasta la puerta de Soria, desde una tronera el mayor señaló hacia la llanura. El tenente se esforzaba por identificar algo en el horizonte, pero la densa lluvia no se lo permitía. Entonces, sin aviso un relámpago iluminó la llanura, el conde entonces pudo distinguir a media legua hombres a caballo, al menos doscientos. Un sudor frío le recorrió todo cuerpo; retrocedió unos pasos de la tronera y miró al tenente .
-Tenente reforzad las murallas y enviad una patrulla a ese ejército a conocer sus intenciones.
El tenente dio las órdenes al mayor para que doblasen la guardia y partiera una patrulla al encuentro de aquel ejército fantasmal, que como una aparición, galopaba por la llanura en dirección a la puerta de Soria
Tras una hora no se había recibido noticia alguna de la patrulla, no había regresado, más sin embargo, los vigías de todas las puertas informaban de que más de dos mil hombres rodeaban las murallas exteriores de la fortificación.
El tenente y el conde regresaron apresuradamente dentro del castillo. La lluvia hacía difícil una aproximación al número de las fuerzas que se congregaban en las murallas exteriores, pero su ejército era solo de mil hombres y ante la posibilidad de ser superados en número, el tenente mandó al mayor hacer una leva con todo varón de la villa que pudiera empuñar un arma
Entonces irrumpió en el interior de la torre del castillo, el sargento de la puerta de Soria. Su armadura aún chorreaba sangre.
¡Señor la puerta ha caído!
¡El Mayor a muerto! Han conseguido abrir una brecha en los muros esos bárbaros, han derribado el muro de piedra y penetrado en el interior de la fortificación.
¡Esos bárbaros no son humanos!
-¿Cómo han conseguido abrir una brecha en el muro de piedra? –preguntó el conde.
-Utilizaron un ariete metálico, lograron cruzar con él el foso y golpearon la base del muro hasta abrir la brecha. Le arrojamos desde las almenaras flechas y piedras. Pero ellos…
¡ellos volvían a levantarse!
-Marchad con doscientos infantes, sargento y tomad la puerta. –ordenó el tenente.
-Sargento no regreseis si no tomaís la puerta de Soria. -añadió el conde.
-Sí, Señor –respondió el sargento.

Una hora más tarde llegó a la torre un soldado con novedades.
-¡Señor el barrio de la puerta de Soria ha caído. Nuestros hombres se han replegado y contienen esas ordas en el centro de la fortificación.
-Tenente, al parecer son una fuerza muy superior a lo que habíamos pensado, deben contar con unos cinco mil hombres. –dijo el conde.
No podían creer lo que los soldados contaban de aquellos bárbaros, vestían con pieles de animales, de sus cascos salían unos cuernos. Algunos afirmaban que aquellos bárbaros tenían los ojos rojos brillantes y que esartados en saetas y cortes de hacha, seguían luchando, ninguno moría.
Salvad la ciudad era imposible, tan solo podrían tratar de salvar la vida.
El tenente y el conde se atrincheraban en la torre con algo más de cien hombres –infantes y arqueros-. Subieron a lo alto de la torre, desde la atalaya bajo la lluvia se distinguía una masa de seres espectrales que con picas, hachas y espadas avanzaban hacia allí, en medio de una orgía de sangre y metal.
-En menos de veinte minutos llegarán a la torre. –dijo el conde.
-Si atacamos en cuña dirigiéndonos a la brecha por la puerta de Soria tendremos una oportunidad, la única de salvar la vida. –dijo el tenente.
El conde tomó su espada y su escudo y bajando aceleradamente tras el tenente por las escaleras de la torre llegó al patio de armas donde aguardaban aquellos cien hombres.
El tenente empuñó su mandoble y se embrazó el escudo. Al grito “Deus o vol” corrió hacia la orda de bárbaros que avanzaba sedienta de sangre hacia el castillo. Eran cien hombres enarbolando las armas, dispuestos a luchar, gritando enloquecidos en medio de aquel horror.
La densa cortina de lluvia impedía ver al enemigo, de aquellas sombras espectrales solo se distinguían sus ojos infernales.
El tenente descargó su mandoble sobre el casco de uno de aquellos bárbaros. Le hendió la cabeza hasta la garganta, pero el aquel bárbaro ser seguía riendo, pese a brotar chorros de sangre. Su aliento hedía a azufre. Fue entonces cuando el tenente pudo ver que el ser portaba el peto de la compañía templaria de Juan de Aoiz. Un relámpago iluminó la escena, y entonces un hachazo desgarró la cota de malla del tenente, partiéndolo casi por la mitad. El crujido de un trueno enmudeció por un instante los gritos y el restallar de los aceros.
El tenente cayó al suelo enfangado. Al acercarse uno de aquellos seres a él, levantó la cabeza y distinguió tras la cortina de agua la figura de Juan de Aoiz
¡Juan de Aoiz, vos estáis muerto! ¡Vos servís al Infierno!
-Deseaba tanto vengarme del conde y de vos que le vendí el alma a Lucifer a cambio de esta justa revancha. Mi señor Lucifer hizo revivir a las huestes de la compañía templaria que asesinasteis… ¡Todo para haceros pagar vuestra sucia traición, tenente!
-¡Acabad de una vez, senescal! –gritó el tenente.
De pronto, experimentó un intenso dolor. Estaba rodando sobre el empedrado y enfangado suelo. Su cuerpo decapitado, a un metro de él se sacudía espasmódicamente entre violentas convulsiones.
De pronto se hizo la Nada.
Entonces de la Nada escuchó una voz, una voz familiar.
Abrió los ojos. Estaba en su tienda tumbado, a su lado de pie estaba un monje, vestía su armadura de batalla, le era familiar, era el hermano Godofredo su escudero
-Señor ¿Qué tenéis, señor? ¿Qué mal os aqueja? Os he oído gritar angustiado; he corrido a vuestra tienda, os he visto luchar con algo invisible que os atormentaba.
-Salgamos de la tienda, hermano.
Diciendo esto salieron ambos de la tienda. Delante se congregaba el real de los cristianos se extendía por toda la llanura frente a Qal’ at Ayyub.
-¿Hemos tomado Qal’ at Ayyun? –preguntó con voz átona.
-No señor, mañana al alba atacaremos -contestó el monje.
Clavando sus ojos en el yelmo del monje, le preguntó
-Decidme hermano. ¿Sabéis quien soy?
- Sí. –contestó el monje.
-Sois, Juan de Aoiz, senescal de la Orden Templaria.


viernes, 28 de octubre de 2011

Nuestra Señora del Rosario


Durante el pavoroso reinado de la peste en Monzón, acepté la invitación de un amigo para pasar unas semanas con él, en un pequeño lugar de la comarca de La Litera, en el retiro de su casona, a orillas del Vero.
Durante mi estancia, por hacer ejercicio, que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud, paseaba unas horas por los caminos de aquellos bosques.
Una mañana, siguiendo el curso del río hallé los restos abandonados de lo que parecía una antigua ermita, entre frondosos y espesos matorrales.
Arrastrado por la curiosidad, separé el ramaje que ocultaba lo que parecía que en tiempos pudo ser la entrada. Anduve unos pasos no pudiendo penetrar hasta al fondo, por lo que me limité a mirar desde la entra. Sin duda debía de tratarse de una de aquellas ermitas levantada en los fastos gloriosos tiempos de la Reconquista y que el destructor paso del tiempo había sumido en unos ruinosos vestigios entre zarzales y matas de jaramago.
Al salir de aquella ruinosa ermita, siguiendo el sendero por el occidente, encontré en su orilla a escasos metros de la ermita, una granítica roca, de singular forma que me llamó la atención. Aquella imagen, avivó en mi recuerdo la antigua leyenda del “Home Granizo”.
Esta leyenda habla de que la montaña es en realidad un gigante petrificado que junto con los duendes que en ella habitan, es el causante de todos los males de la comarca.
Un atardecer, tres o cuatro días después de mi hallazgo, estaba yo sentado con un libro en la mano junto a una ventana; mis pensamientos habían estado vagando hacía rato entre las páginas y la solitaria montaña que por aquella ventana asomaba; cuando levanté los ojos y mi mirada cayó sobre la pelada roca de la cima, cuál cresta de un gigante convertido en piedra parecía.
Tenía esa capacidad de atraer las miradas desde la lejanía. Como toda montaña solitaria y con personalidad propia, despertaba el imaginativo.
¿Sería aquella mole granítica mágica?. ¿En realidad sería un gigante petrificado ?
Yo sabía del aura misterioso que rodea al Pirineo, y de sus leyendas. El hombre primitivo, inmerso en una naturaleza a menudo hostil, trató de explicarse los fenómenos, la vida que lo rodeaba, con ficciones alegóricas. Nacieron así los mitos y leyendas, que marcaron el comienzo de la actitud religiosa.
Entonces, mi anfitrión entró en la estancia y se dirigió a un estante y sacando  el libro “Los Colosos de Memnon” se sentó en un sillón junto al hogar.

A decir verdad ese libro lo había leído tiempo atrás, se trata de una antigua leyenda ptolemaica. Cuenta que todas las mañanas, cuando el Sol asoma por el horizonte, las estatuas de los Colosos de Memnon dejan oír un sonido agudo y prolongado; brotando un quejido de entre las entrañas del los pétreos colosos; cuál lamento de un alma atormentado.
Memnon, hijo de la Aurora y de Titón, rey de Egipto y Etiopía fue enviado por su padre en ayuda de Troya, que había sido sitiada por los micénicos. Fue tal su arrojo en el combate, que cubriéndose de gloria, mató a Antiloco, hijo de Néstor, pero la desgracia se cebó en él, y Aquiles, vengador, lo mató. La Aurora al enterarse de la muerte de su hijo, suplicó a Júpiter que resucitara a su hijo aunque sólo fuera una vez al día. Así todas las mañanas, Memnon, despertaba en las entrañas pétreas para recibir las caricias de su madre, la Aurora, que inconsolable desplegaba sus rayos de sol hacia la pétrea forma, queriendo abrazarlo. Su hijo, Memnon, preso en aquella estatua, deja cada mañana su llanto y su quejido eterno como súplica por la ayuda de su madre.
No acertaba a explicarme las impresiones impuestas a mi imaginativo por aquella montaña. La asociación con las leyendas y el encuentro con la roca graniza de la ermita me impulsó a darle cuenta a mi anfitrión, que era viejo del lugar.
De joven fue soldado, tiempo después cultivo una pequeña heredad, patrimonio de sus padres. Nadie sabía de mitos y leyendas mejor que él. Yo suponía que alguna leyenda tenía aquella ermita. Le pedí que me la refiriese, cerrando su libro, se incorporó hacia delante y con voz calmada,  lo hizo, poco más o menos me la contó en los términos que yo, a mi vez voy hacer.
Existió, en aquel lugar una ermita puesta bajo la advocación de Nuestra Señora. En su altar se hallaba una antigua talla con la imagen de la Virgen, que sostenía en sus manos un precioso rosario, que admiraban cuantos allí acudían.
Un día, de camino a la Cortes, convocado por el rey, llegó un sequito las merindades de la ermita, acompañando a un noble su joven y bella esposa.
Al llegar a las puertas de la ermita, decidieron descansar y levantaron un campamento.
La joven dama, quiso entrar a la ermita, y escoltada por un caballero, se dirigió a la capilla.
En el interior, observó la talla con la imagen de la Virgen, cuyas manos adornaban aquel singular rosario.
Un extraño deseo despertó en la joven noble. Un deseo inmenso por poseer aquel rosario, por lo que le pidió a su escolta se lo alcanzara.
El caballero se negó rotundamente, intentando hacer comprender a la joven que tal cosa sería un sacrilegio.
La noble contrariada, trató de seducir al caballero, mas éste firme en su decisión, trató nuevamente de convencerla diciéndole que orfebres conocía en la villa de Saraqusta que pudieran hacer mejores y más ricos rosarios, si tanto anhelaba tener uno.
Entonces si más palabras la joven subió a las gradas del altar y cogió el rosario, ocultándola entre sus ropas, mientras el caballero quedaba aturdido por la osadía de la noble.
A la mañana siguiente levantado el campamento, reanudaron el viaje y poco habían cabalgado, cuando en mitad del camino apareció un anciano, que levantando los brazos, gritó
-¡Deteneos, señores! ¡Que nadie tema nada, salvo quien tenga que temer!
Dirigiéndose a la dama, le dijo
-A vos os digo joven dama, que me entreguéis el rosario que habéis tomado en la ermita.
Ella palideció y negó enérgicamente que hubiese cogido nada
Más el anciano insistía,
-Sé que habéis sido vos. ¡Devodvedlo!
Una y otra vez, la dama negaba las acusaciones por falsas, sin que el anciano dejara de insistir en que devolviera lo robado, hasta que en boca de la noble salieron estas palabras:
-Juro que nada he robado y si miento, que me convierta en piedra.
Y en el mismo momento de acabar tal perjurio, la dama quedó convertida en piedra.
Aquellas leyendas llegaron apoderarse de mi, no podía apartarlas de mi mente ni alejarlas de mis sueños.
Mi anfitrión de temperamento menos excitable, no se dejaba afectar por  aquellas fantasías. Pero yo, en aquella época de mi vida, estaba casi seriamente dispuesto a creer. No había día que llegaran terribles noticias de Monzón, y nos trajese nuevas del fallecimiento de algún conocido. La peste devastaba la comarca. Jamás había sido tan espantosa.
En un esfuerzo por salir de aquel estado de abatimiento, pasamos las semanas, orillas al Vero entre largas y animadas discusiones sobre los mitos y leyendas del Pirineo; él calificando de sinrazón la fe a tales cuestiones; yo afirmando que el sentimiento popular nacido de la espontaneidad, contenía elementos de la verdad, merecedor de todo respeto.
Una tarde, acompañados por un guía, nos dispusimos a subir a la cima de la montaña, que semanas atrás hubo llamado mi atención. Sobre la roca granítica de aquella cima en lo que yo creí la cresta de un gigante se levantaba una cruz.
El asta y los brazos eran de hierro, de base de mármol, de oscuros y unidos a fragmentos de sillería.
Me había adelantado algunos minutos a mis compañeros, y detenido en silencio contemplaba en silencio aquella  sencilla cruz.
De improviso sentí que me sacudían con violencia por los hombros. Volví la cara, era nuestro guía.
Con indescriptible expresión de pavor, me pugnaba por arrastrarme de aquel sitio. Sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio diciendo;
-¡Por lo más sagrado que tenga en el mundo aléjese de esta cruz!
No podía comprender sus palabras. Le miré en silencio, creí que estaba loco.  Me estremecí escuchando sus palabras. Estaba dominado por las impresiones supersticiones de aquella cruz que durante tanto años había ocupado aquella cima.
Entonces mi anfitrión se reunió al pie de la cruz mientras las campanas de la Ermita de San Adrián llamaban a la oración. Con vacilación nos alejamos de la cruz y descendimos por las lúgubres laderas de la montaña.

El crepúsculo comenzaba a extender sus alas sobre las orillas del Vero, cuando llegamos a la casona.
Las llamas rojas y azules se enroscaban a lo largo del tronco de encina que ardía en el hogar; nuestras sombras se proyectaban sobre los muros, sentados con impaciencia esperábamos a nuestro joven guía.
Pero eso es otra historia.



miércoles, 26 de octubre de 2011

Don Rodrigo de Berriz


Entré en el vestíbulo abovedado de Harri Enea. Una mujer me condujo desde allí, en silencio, a través de los diferentes pisos hacia lo alto de la torre. Mucho de lo que encontré en el caminó, avivó de nuevo mi sugestión. La mente vagaba confusa al paso de las estrechas, alargadas y puntiagudas ventanas que no daban a campo o arboleda alguna, sino a un penumbroso patio hacia el que muchas otras ventanas se abrían en lúgubre desesperación; ornamentos espectrales jalonados en los tapices de las paredes; trofeos heráldicos de tiempos pasados. Todo aquello excitaba mi imaginativo al punto de provocarme una terrible aprensión.
Al llegar a lo alto de la torre, la mujer abrió una puerta, y me dejó en presencia de Don Rodrigo.
Muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro. Eran tiempos del rey Sancho VII, cuando la comarca todavía pertenecía a Navarra y yo apenas era un joven de diecisiete años.
A mi entrada, Don Rodrigo me recibió con una calurosa cordialidad. Nos sentamos junto al hogar y durante un momento permanecí mirándolo en silencio. A duras penas era capaz de reconocer aquel ser que tenía ante mí, de tez cadavérica y palidez espectral.
Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del tronco que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras se proyectaban temblando sobre las paredes, se empequeñecían o tomaban formas gigantescas según la hoguera despedía resplandores  más o menos brillantes, mientras me hablaba de los tiempos en los que el rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, para combatir a los enemigos de Dios.
Sentimientos confusos inundaban mi espíritu, sus recuerdos notables me convencían de su identidad, mas si bien su conformidad física y temperamento me hacia imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar aquella apariencia con la imagen de Don Rodrigo.
La luna se desvanecía como una ilusión que se disipa, y los sueños, hijos de la oscuridad, huían con ella en grupos fantásticos. La estrella del alma anunciaba el día.
-¿Me conoces? –preguntó.
-No te conozco, pero sé quién eres.
-¿Quién soy?
-Don Diego de Berriz. –Balbuceé
Aquel ser inclinó la cabeza a estas palabras y dijo,
-Lo fui.
Entonces me sobresalté, pensé que aquello era presagio de un ataque de locura. Me desplomé en la silla, escondí mi rostro con las manos. Cuando los descubrí, aquel ser había desaparecido.
El día comenzaba a despuntar. El sol se iba levantando pausadamente del seno del valle y remontándose por las cumbres del Duranguesado.





La Dama de Blanco



Durante una fatigosa jornada, crucé solo, a caballo, las viejas llanuras de Castilla. Con el sol poniente, vislumbré las gradas del colosal anfiteatro del Duranguesado. Detuve mi cabalgadura un instante para disfrutar de la felicidad que proporciona contemplar los valles, los bosques y las vigilantes cimas de Anboto y Ochandiano.
Adelantando a las nubes que se cernían bajas y pesadas en el cielo, cabalgué entre rocas de granito, por un tortuoso sendero, contemplando el natural paisaje hasta hallar el río. Remontando su curso, a mi vista hacia el este, yacían los restos abandonados de un torreón, célebre en la Guerra de los Bandos, teatro de memorables hazañas; sin duda me encontraba en los dominios del Señorío de Berriz, donde había proyectado pasar las siguientes semanas.
Los Berriz llegaron aquellas tierras en tiempos de su pertenencia a Navarra. Ahora el último de sus caballeros, Don Rodrigo, vivía retirado, en la casa torre de Harri Enea, tras haber servido al rey en la guerra contra los infieles.
La noche había cerrado sombría y amenazadora, y tras describir una curva muy cerrada en el curso del río, apareció entre sombras en medio de un lago, Harri Enea.
Desde la perspectiva que alcanzaba mi mirada, no veía más que, siniestros juncos y espectrales árboles agostados, piedras rotas caídas de la atalaya, sillares oscuros carcomidos por el destructor paso del tiempo.
El escenario que tenía delante era austero y desolador. Un sentimiento de tristeza y melancolía me invadió.
¿Qué era –me detuve a pensar -, qué era lo que me había llevado aquel lugar? Entonces recordé, la carta que hacia una semana había recibido de Don Rodrigo quien me hablaba de un desorden mental que le oprimía y el deseo apremiante de verme.
Quise entonces ver aquel escenario hostil, más de cerca y pique a mi caballo hasta la orilla de aquel siniestro lago.
Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché pie a tierra, me descubrí y busqué en mi memoria una de aquellas oraciones que mi amona me enseñó de crío.
Aún no había comenzado a murmurarla, sonaron las doce en el reloj de Sarria. Extrañas corrientes de medianoches llegaron hasta allí. Entre pensamientos y vibraciones de campana, creí oír a par de ellas pronunciar mi nombre, a lo lejos, por una voz ahogada y doliente.
El viento –pensé -.  
Después, silencio, el silencio de la medianoche. Me estremecí involuntariamente como presagio de algo que no se ve pero cuya aproximación se siente. Entonces recordé, una de aquellas leyendas de la comarca, de aquellas que los aldeanos acostumbran en las tibias tardes de primavera, contar a todo aquel dispuesto a escuchar.

Eran tiempos de bonanza en la comarca, corría el año 1000 cuando vivó un joven oñacino, llamado Ion. Era un joven trabajador y muy querido por todos, pues era alegre y gracioso como no había persona alguna en aquel lugar. Por aquel entonces en el Señorío de Berriz vivía la joven Doña Blanca hija de Don Diego de Berriz, señor feudal de aquellas tierras. Doña Blanca era una encantadora dama que se distinguía por su fino vestir, además de que era muy bella. No paso mucho sin que Ion se enterase de la presencia de Doña Blanca e intentara agradarla con su jovialidad. Doña Blanca quedó prendada de Ion en un amor puro y joven, que en su inocencia no media las consecuencias de su inalcanzable sueño.
Lo trágico sobrevino cuando la envidia por la dicha ajena, Don Diego de Berriz se enteró del romance de su hija.
Dicen que el odio de Don Diego para el joven oñacino llegó a tanto que le permitió a su hija llevarlo, al dominio de Harri Enea y en presencia de la joven asesinó a Ion, con tal saña que ni los ruegos, ni los lloros de Doña Blanca lograron conmoverlo.
Cuentan, que noche a noche se escuchan los lamentos de Doña Blanca a lo largo del lago, en un triste lamento que debe ser su alma reclamando a su amado.
El efecto de aquel recuerdo había ahondado la primera y singular impresión de Harri Enea. No cabia duda del rápido crecimiento de mi sugestión. Sacudiendo  todo eso que tenía que ser solo cansancio, subí a mi montura y cabalgué cruzando aquel antiguo pontón, para entrar en el patio de armas de Harri Enea, donde aguardaba un hombre.